Didaskalia

viernes, 23 de mayo de 2014

Filosofía y dolor

Autor..Witold Gombrowicz 
Título. Curso de Filosofía en seis horas y cuarto
EditorialTusquets
Año. 2009 

Nº de páginas152
Según el relato del Génesis, la primera estatua de barro, Adán, sólo adquiere vida una vez que Dios le insufla aliento en su boca. Pero pasados ya los años, expulsado del paraíso y perdido en tierras ignotas, en su larga y merecida vejez, siente que ha de dejar paso a una historia de la que él no formará parte; su vida se le escapa. Trata de agarrarla de nuevo aspirando con fuerza, pero el alma ingrávida asciende velozmente. Su aliento sólo recoge polvo que enturbia aún más su pertinaz tarea. Fácil es suponer que este primer hombre imploró al viento y la lluvia para que detuvieran el ascenso de su espíritu, sin el cual su cuerpo se convertiría en un vulgar despojo. Su asma no es enfermedad sino agarre; acaso no haya voluntad más desnuda.

Postrado en cama durante sus últimos años a causa de sus crisis asmáticas, Witold Gombrowicz, considerado el mayor literato polaco del siglo XX (y que fuera amigo durante su juventud de Bruno Schulz, otro de los grandes escritores polacos del que habremos de decir algo próximamente) centraba sus esfuerzos en desarrollar su próxima obra, cuyo epicentro iba a ser la experiencia del dolor. Y es que esa experiencia tan bestialmente subjetiva que es capaz de volatilizar la existencia el alma y diluirla en la corporalidad no sólo había sido durante los dos siglos que nos preceden regulada, manipulada y medida, sino que había llegado a constituirse en fundamento último de la realidad. Patior, ergo sum, axioma de la filosofía contemporánea.

La obra sobre el dolor nunca llegó a escribirse y, por lo que tengo entendido, apenas hay algunos apuntes sueltos en sus diarios. Pero durante esa misma época y consciente de su pronto final, un amigo íntimo le insta a realizar un curso de filosofía al que asistirán únicamente él y la mujer de Gombrowicz. De ello puede deducirse que este, aparte de ser un gran literato, era docto en esta materia. El curso finalmente no llegó a concluirse, ya que Gombrowicz falleció a un mes de haberlo comenzado y los apuntes que tomaron los dos únicos asistentes se publicaron póstumamente. Es por ellos que sabemos que el curso tenía una finalidad muy concreta que sobrepasaba la mera introducción. Si bien es un recorrido a través de algunos de los grandes autores de la filosofía moderna, ni la historia ni los contenidos son exhaustivos. Cronológicamente tiene su comienzo en Kant y concluye con la filosofía de Sartre, amén de una pequeña reseña del estructuralismo. Gombrowicz expondría sólo aquello que para él era fundamental no olvidar. Kant-Sartre: el último gran filósofo moderno y el primero que explícitamente se declaró como “existencialista”.

El comienzo del pensamiento moderno es claro y conciso: “con Descartes, desaparece el objeto”, la realidad se volatiliza, y el hombre recorre, bajo los auspicios de la duda, el camino de la razón interior que habrá de desplegarse por universo. Kant, henchido del sentido común de los empiristas, busca “limitar el pensamiento” mediante el recurso a la sensibilidad. Pero esta limitación no es la del objeto perdido, no busca un retorno a la realidad sino su captura precisa para que con ella quede igualmente atenazado el pensamiento humano. Los límites del pensar no son las cosas sino las categorías, no las palabras, sino la gramática del lenguaje. Situado en una encrucijada, el pensamiento queda bloqueado para la teoría pero desplegado en la práctica. En las ciencias naturales, la razón desplegada produce monstruos, pero en terreno político “el curso general de un Estado puede ser dirigido hasta por una estirpe de demonios con tal de que posean inteligencia”. El pensamiento huye del mundo para acomodarse en el recinto sagrado de la pura formalidad. Ningún acontecimiento le conmueve, pero tampoco obtiene respuesta; nadie le escucha. Bien sabía Schopenhauer que “sentimos mejor aquello que nos falta”, que tanto más añoraremos aquello que nos ha sido secretamente hurtado, y que por ello no permaneceremos impasibles: si la razón ha huido a su Olimpo matemático, nosotros viviremos la realidad como “un sueño dentro de otro sueño”. Si nuestra mente fluye por tierras oníricas donde los objetos son tan intangibles como nuestras pasiones, responderemos con furia que si una vez amamos la belleza, también podremos llegar a amar la obscenidad.

Sí, ahora glorificamos la existencia en firme aversión a la esencia que no es nada. O más bien, que es nada ¡Magnífica forma de dar un respiro al único ser que se vanagloria de haberlo perdido todo, incluida la tierra sobre la que anda! Con la existencia comienza la vida, pero sin la esencia sólo es la muerte que empieza a hablarnos al oído en íntima confesión. Morituri te salutant. Y así un viaje de hombre puede comprimirse en unas horas y un cuarto; de la agonía nasciente al desfallecimiento del mundo sólo un paso, y quizá apenas un suspiro.


sábado, 3 de mayo de 2014

El superhombre eterno

¿Qué hubiera sucedido si el hijo de Jor-El en lugar de haber caído en un pueblecito de Arkansas, lo hubiera hecho en una granja ucraniana en pleno apogeo del comunismo soviético? Este es el punto de partida del cómic.

Autor. Mark Millar y Dave Johnson 
Título. Superman: Hijo Rojo
Editorial. Planeta de Agostini 
Año. 2009 (1ª ed. 2003, en inglés) 
Nº de páginas. 160
Es un hecho innegable que la industria cultural hiperdesarrollada de nuestro tiempo busca siempre nuevos y extravagantes argumentos con los que atrapar a sus lectores, hasta el punto de que dificulta una apreciación seria sobre los productos que inundan las grandes superficies. Sin embargo, la premisa que nos plantea este pequeño libro en viñetas incita a una profunda reflexión, más aún si tenemos en cuenta la creciente importancia que ha tenido Superman en la cultura norteamericana desde los años 50. Aquello que hace de Superman un hito en la historia de la ficción escrita no son tanto sus poderes sobrehumanos como su particular conciencia y actitud frente al mundo, que lo asemejan a las representaciones de Dios en pleno auge de la Ilustración. Durante el siglo de Isaac Newton se promovió la idea de que el mundo era semejante a un reloj de cuerda, una enorme máquina que disponía a su vez de intrincado mecanismo al que Dios imprimía fuerza en contadas ocasiones. El mundo creado era inferior a la divinidad en tanto que no se bastaba a sí mismo para mantenerse en un movimiento perpetuo. Dios era uno y eterno, mientras que el universo estaba compuesto por infinitos seres sometidos al paso del tiempo. La actitud del creador era la de un mero vigilante que sólo cuando la decadencia era ya inminente se decidía a actuar. Más allá de la analogía que tiene semejante concepción con la moderna teoría del Estado, la importancia de este primer superhéroe no es tanto política como social; es un fenómeno de masas.

Aunque la idea de un Superman Rojo parezca responder a una estrategia de ventas, lo cierto es que tanto el argumento de la obra como la ubicación de los personajes están diseñados con notable precisión. El archienemigo de Superman, Lex Luthor, no es el más astuto criminal de todos los tiempos sino el hombre más inteligente del mundo. El conflicto que presenta el cómic no es una lucha entre el bien y el mal, sino entre un Dios consciente de las limitaciones humanas y un simple mortal que quiere realizar el paraíso en la Tierra. Esta historia es semejante al conflicto entre Zeus y Prometeo, aquel que entrega el fuego a los hombres y con él, el espíritu de la técnica. Por desgracia el cómic no sólo no ahonda en este problema sino que al final de la historia la tecnología acaba siendo glorificada. Si hay un punto flaco en al argumento es precisamente este: no puede entenderse el conflicto entre la divinidad y la técnica sin indagar sus consecuencias.

Superman vive en la Unión Soviética, donde parece haberse realizado el paraíso en la tierra, aunque su héroe no deje por un momento de dudarlo. Luthor en cambio vive en América, asediada por conflictos sociales que parecen no tener fin. El comportamiento de los protagonistas se contrapone al lugar que habitan, y de ahí que la idea de haber colocado a Superman en Rusia sea más que correcta. Este quiere que los hombres decidan como organizarse sin interferir más que en momentos de catástrofe. Luthor en cambio quiere que todo quede dispuesto según criterios racionales. Y es por ello que el conflicto se vuelve inevitable. Lex Luthor encarna el espíritu deicida del mundo contemporáneo. En contraste con ambos aparece Batman, la figura más llamativa del cómic, el superhéroe del que tan a menudo se dice que su único poder consiste en su riqueza y que aquí es un terrorista dispuesto a acabar con el orden social. En su ciudad de Gotham Batman es la encarnación del bien absoluto y su lucha se restringe a combatir la monstruosidad de algunos individuos que no dejan de señalar que él, en cuanto hombre, no deja de ser la otra cara de la moneda. Pero en cuanto este héroe humano debe convivir con alguien que posee poderes sobrehumanos, su existencia se vuelve absurda y termina encarnando el papel de sus antiguos antagonistas. Batman es un nihilista. Si los hombres son como figuritas de un juego de mesa (Superman) o engranajes de una megamáquina (Lex Luthor), la única respuesta que queda es la apología del desorden. La justicia y la injusticia no significan nada porque no tienen referentes reales. Desde el principio Batman aparece como el antagonista del régimen soviético, pero no lo es tanto por una cuestión de ideología como por un anhelo vital. Su odio se dirige contra las normas sociales, sean las de un sistema socialista o las de la sociedad burguesa. En esto se emparenta a villanos como el Joker, que no es sino el esperpento de la sociedad americana. Si Batman, en esta historia, es más consecuente, es porque el Joker se enfrenta a otro hombre, mientras que Batman se enfrenta a un semidiós, lo que hace que su empresa no tenga ninguna esperanza. Es consciente de que tarde o temprano sucumbirá ante su poder que, por añadidura, es el de toda una sociedad. Pero con su muerte dejará sentado que Superman y Luthor son el pasado y el futuro de una misma historia universal. Cuando este último adquiera la capacidad de dominar el mundo, Superman se retirará para siempre en su humilde disfraz de Clark Kent. La racionalidad por fin habrá triunfado y con ella el sueño socialista en el que los hombres no harán más que repetirse durante toda la eternidad.

Estrictamente, Batman es el único héroe del cómic, en cuanto simboliza la única posibilidad 
de acción en nuestro tiempo. No busca acabar con la injusticia ni con el desorden sino con la
propia razón. Es un residuo del sistema consciente de serlo.
El propio Superman, cuando el sol ya es tan grande que amenaza con destruir el sistema solar, engendrará a su hijo que no es sino él mismo, y le hará recorrer el espacio y el tiempo infinitos para que vuelva a repetirse la historia. Es por ello que Superman no es un héroe en sentido estricto, ya que no puede morir. Y por eso mismo no tiene estrictamente una historia que contar. Las únicas historias que aparecen en los tebeos son las de personas que ayuda y las de enemigos que doblega. Pero Kal-El no es más que una mitología. Si sucede que muere, siempre es para volver a nacer renovado y repetido como las obras de arte que salen de las grandes fábricas de nuestro mundo.

domingo, 20 de abril de 2014

Benedicto XVI, o la orfandad premeditada

Autor. Giorgio Agamben
Título. El misterio del mal
Editorial. Adriana Hidalgo
Año. 2014 (1ªed. 2013 en italiano)
Nº de páginas. 83
No es muy raro encontrar filósofos de renombre dedicándole una especial atención a determinados acontecimientos que al resto de mortales le resultan insignificantes. Y por ello, no pueden estos sino sorprenderse de que de un hecho menor como es la abdicación de un Papa en una época en la que la Iglesia tiene un papel bastante reducido, puedan extraerse pretextos para una reflexión cuyos resultados se anticipan como enormemente fructíferos. Si además el texto lleva por título “El misterio del mal”, resultaría de lo más natural que cualquiera se sintiese tentado a leerlo, aunque sólo sea para ver cómo el autor logra deshacer semejante entuerto. Y utilizo la palabra entuerto en sentido estricto, pues como veremos, el propio texto parte del mal, llámese a este pecado original o estado de excepción (los cuales sirven para hablar indistintamente de aquello que está torcido, tuerto, sea en el hombre o en sus leyes humanas). Mas creo que el autor silencia esta cuestión al presentar el texto como una reflexión (que se encuentra en la práctica totalidad de la obra de Agamben) sobre la legalidad y la legitimidad, un par de conceptos que si bien no son opuestos, son algo así como un matrimonio mal avenido; nunca están en perfecto equilibrio, y es en el vaivén por el cual se disputan el primer puesto que ambos términos adquieren su sentido propio. Sucede que algunas veces esta oscilación es tan fuerte que uno de ellos acaba por suplantar temporalmente al otro y, como ocurre en una carrera en la que sólo hay un competidor, la vara del mérito se pierde y con ella el sentido de la competición, lo que es lo mismo que decir, en palabras de Agamben, que “la maquinaria política comienza a girar en el vacío”. Pero decir que la política es una maquinaria es, a mi juicio, jugar con las palabras, y mucho que temo que gran parte de su obra se sustenta precisamente en mantener oculta la fórmula que hace aparecer a lo político dotado de una espontaneidad que, desde luego, no tiene (de ahí que su obra Homo Sacer, que alcanza ya más de cinco títulos publicados sea, en tanto genealogía de la biopolítica, propiamente interminable). En realidad basta un primer vistazo para comprender que esto sucede porque la legalidad y la legitimidad no son conceptos políticos, sino conceptos jurídicos. No se refieren a las acciones humanas ni a la justicia sino a la constitución de un orden y a su mantenimiento, lo cual, dicho sea de paso, nada tiene que ver con un pacto.

La filosofía muestra en las discusiones que siguieron al surgimiento del Cristianismo que la problemática del mal requiere una cierta autonomización de los términos “bien” y “mal” que, de ser referidos a algo y por tanto mantenerse en su función de adjetivos, pasan ahora a ser tomados en un sentido absoluto, sustantivo, lo que los vuelve ambiguos respecto a los objetos e indiscernibles respecto a ellos mismos. Esta ambigüedad es la que permitió que se hablara de un solo cuerpo que contiene los dos elementos. La doctrina católica, por poner el ejemplo del libro, distingue dos cuerpos en el seno de la Iglesia: el de los justos, que recibe su gloria directamente de Dios, y el cuerpo mortal, que pertenece por derecho al Anticristo. Si como antes hemos dicho, el bien y el mal en sentido absoluto son indistinguibles, también lo son estos dos cuerpos, que sólo quedarán divididos en el día del Juicio Final. Antes de la segunda venida, el mal aparece camuflado, y es por ello que San Pablo da un nombre a esta cuestión: mysterium iniquitatis, el misterio del mal.

La referencia al fin de la historia es lo que se considera en nuestros días como la principal aportación del pensamiento judío a la religión cristiana. Se dice que los judíos son los primeros que se sitúan a sí mismos como protagonistas de una historia universal. Por tanto, no sólo narran el pasado de su pueblo sino que éste les sirve para buscar signos que alumbren el futuro. Como estas ideas estaban extraídas directamente de la Biblia, los Cristianos tuvieron que dar cuenta de ellas al desarrollar su teoría política, lo cual no era un problema menor, pues el despliegue de la historia pone en cuestión la estabilidad del orden político (la caída del Imperio Romano fue estrictamente la primera experiencia humana de la fuerza de la historia, que es capaz de acabar con el más grandioso sistema político desarrollado hasta la fecha). Durante los primeros siglos de nuestra era los cristianos tuvieron que dar respuesta a la acuciante cuestión sobre la segunda venida del Mesías, que no dejaba de retrasarse. De ahí surgió la doctrina del katekhón. La palabra griega significa literalmente “aquello que retiene” y en este contexto preciso nos dirige al problema de ubicar qué es exactamente aquello que impide que se produzca la segunda venida, o sea, el Juicio Final de la historia (pues, de hecho, este no se produce). Surgieron dos frentes de discusión según el katekhón se situara en el Imperio Romano o en la Iglesia de Cristo. Y la polémica sigue manteniéndose vigente a día de hoy. Es de notar que cada uno de ellos incida en uno de los aspectos de la maquinaria política a la que antes nos referíamos; podríamos decir que la legalidad es de Roma como la legitimidad es de la Iglesia.

Bien habrá observado el lector que aunque este debate parezca un tanto anacrónico, nos lleva de cabeza a un problema crucial del presente, esto es, la pérdida de legitimidad del poder político, cuyas justificaciones emanan únicamente del aparato legalista formal. Y el último gesto público de Benedicto XVI habría tenido justamente la intención de señalar la decadencia de una Iglesia cuya situación es análoga a la de los Estados-Nación europeos, ya que, aun estando podrida de corrupción, sus normas siguen vigentes. Su abdicación es el cuestionamiento de la legitimidad de la institución. La única tarea posible frente al estado de cosas actual no sería la de seguir la senda de aquello que retiene la movilidad de la historia, sino más bien la de vivir el presente como si fuera el penúltimo día antes del fin de los tiempos, en el que, como dijera San Pablo, el cuerpo eclesial del Anticristo se separaría de aquel que pertenece a los justos.
 
De algún modo puedo coincidir con este diagnóstico: la abdicación de un padre implica que los hábitos formales dejan de tener un suelo sobre el que apoyarse aunque, en esta languidez, puedan seguir funcionando unos años más. Pero esto no da motivo para la esperanza y la única luz que nos llega del siglo que nos precede sólo sirve para provocar un descreimiento nefasto. La legitimidad, ciertamente, está puesta en cuestión, pero cuando haya por fin desaparecido se despertará en nosotros no la conciencia viva y despierta, sino nuestro anhelo biológico más profundo: la necesidad del soberano.

lunes, 10 de marzo de 2014

La justificación de nuestra existencia(2): capitalismo-socialismo

George Bernard Shaw, el que fuera premio Nobel de literatura del año 1925, pronunció en vísperas de la Segunda Guerra Mundial estas inquietantes palabras:
Autor. George Bernard Shaw
Título. Manual de socialismo y capitalismo
para mujeres inteligentes.

Editorial. RBA
Año. 2013 (1ª ed. 1928, en inglés)
Nº de páginas. 752

“Deben de conocer al menos a media docena de personas que no son de ninguna utilidad para este mundo, que son más problemáticos que útiles. Vayan y díganles: Señor o señora, ¿serían tan amables de justificar su existencia? Si no pueden justificar su existencia, si no cumplen con su parte, si no producen tanto como consumen o a ser posible más, entonces está claro que no podemos utilizar nuestra sociedad para mantenerlos vivos, porque su vida no nos beneficia y no puede serle de mucha utilidad a ellos tampoco”

Este tipo de frases, sin duda típicas del autor, son utilizadas innumerables veces con propósitos más ideológicos de lo que realmente son en sí mismas. La primera herencia, directa, que logro rastrear, se encuentra en las ideas de Herbert Spencer, un sociólogo inglés perteneciente a una corriente de pensamiento en boga a comienzos de siglo, que actualmente llamamos Darwinismo social. Pero a la luz de la obra de Shaw, se comprende que Spencer, si es que acaso fuera algo para él, sería sin duda un antagonista. Los textos de Spencer son grandes apologías del libre comercio que, al ser mediadas por la reflexión social, acaban por desembocar en un mecanismo sacrificial: aquellos que triunfan han de ser glorificados, los miserables que perezcan quizá no merezcan siquiera de ser enterrados. El capital no es más que aquello que nos muestra quiénes son los aptos y quiénes lo inútiles. El ateísmo liberal presta sus oídos a las palabras de Cristo añadiéndoles un acompañamiento de bombos y platillos: “al que todo lo tiene se le dará; mas al que no tiene, aún lo que tiene se le quitará”. 

Y es que en cuanto comienzan a justificarse, los epígonos de la alta burguesía hacen sonrojar. En sus palabras escuchamos apologías del libre comercio y de la acumulación siempre nuevamente ampliada del capital; pero en cuanto tratan de dar razones de su existencia acuden, como cortesanos que se hubieran equivocado de época histórica, a la riqueza suntuaria. El burgués mantiene esta forma anacrónica de relación social porque con ella cree disfrazar sus ansias de rapacidad, las cuales constituyen el único ideal que lo liga al mundo: el dinero como único indicio de la realidad. No comprende que aún en sus falsas apariencias sólo es capaz de levantar sospechas, mas nunca devoción.

El socialismo, ese prematuro movimiento que se desarrolla en paralelo a su no menos eterno rival, dio antes que este con el gran engranaje del pensamiento moderno, y que Bernard Shaw expresa de forma descarnada: la sociedad es la medida de lo humano, y ningún hombre posee dignidad alguna al margen de este organismo. Una vez asentado este principio, a nadie deberían escandalizar frases como la que inicia esta reseña. Pues si bien están escritas en un tono claramente satírico (en esto Shaw, nacido en Irlanda, nunca dejó de ser un inglés), no por ello dejan de enunciar una verdad inscrita desde hace siglos en nuestro cerebro. 

Este libro de Bernard Shaw, que difícilmente podría haberse publicado en un momento más propicio, tiene la virtud de estar escrito desde el sentido común (de ahí que esté dedicado a las “mujeres inteligentes”), aunque es dudoso si basta con este para superar el casi infinito cúmulo de supersticiones que alimentan y sostienen la doctrina económica. Sin duda que, por ejemplo, la meritocracia, es más un cliché que sirve para ocultar el poder establecido que una realidad, pero esto sólo quiere decir que es un efecto de superficie o, por decirlo metafóricamente, la punta del iceberg. Como buen socialista, Shaw invierte los términos del problema: La meritocracia es la mentira del capitalista, pero dice la verdad de los trabajadores. La primera parte de este enunciado [la formulación es mía] implica, una vez más, confundir al capitalista con un noble, cuya único mérito se sitúa en la sangre heredada. Pero, ¿acaso la única crítica que puede hacerse al capitalismo es la de haber mantenido un feudalismo encubierto? Si es así, no sólo Marx estaría equivocado, sino que el socialismo se resolvería en el hecho de sustituir unos viejos amos por otros nuevos (eso sí, mucho mejor preparados). Para resolver la cuestión hemos de prestar oídos a la segunda parte del enunciado, según la cual el mérito corresponde a los trabajadores, esto es, no a los hombres que trabajan por ser hombres sino justamente por trabajar, por su esfuerzo o, dicho más llanamente, por su dolor, su sufrimiento, por aquello que les resta tiempo de ocio y disfrute. En este punto nos separamos del mundo de los capitalistas y descendemos a los infiernos de la fábrica y la minería. Los socialistas, situados en una especie de interregno (la mayoría de sus intelectuales pertenecen a la clase media), otorgan a la explotación de los trabajadores un valor moral. Con ella construyen las baldosas de su ascenso social y del paraíso futuro. El socialismo como ideología, por mucho que se niegue, obtiene su estrategia del viejo cristianismo. El propio Shaw lo ve con nitidez: “el comunismo, que es la forma laica del catolicismo, y de hecho significa lo mismo, nunca ha carecido de capellanes” (1).

Pero si la esperanza brota del sufrimiento, la cuestión, personalmente, se me presenta clara. No tengo nada más que añadir a este respecto salvo una de las más simpáticas citas de la obra:

“Tenemos que confesarlo: la humanidad capitalista en general es detestable… tanto los ricos como los pobres son detestables de por sí. Por mi parte, detesto a los pobres y espero con ansiedad su exterminación. Los ricos me dan un poco de lástima, pero también me inclino por su exterminio. Las clases obreras, las clases de hombres de negocios, las clases profesionales, las clases dirigentes, son a cuál más odiosa: no tienen derecho a vivir. Me desesperaría si no supiera que un día morirán y que no hay necesidad de que sean reemplazadas por personas como ellas” (2).


Notas:

(1) Bernard Shaw, G., Manual de Capitalismo y Socialismo para mujeres inteligentes, Barcelona, RBA, 2012, p. 314.

(2) Íbid. p. 706.

martes, 31 de diciembre de 2013

Cincuenta sombras de Blake (2). La imagen de la justicia divina

“La letra mata, mas el Espíritu vivifica”. Pablo de Tarso, Segunda Epístola a los Corintios.

Autor. Kathleen Raine
Título. Ocho ensayos sobre William
Blake
Editorial. Atalanta
Año. 2013
Nº de páginas. 270
Traductora. Carla Carmona
Es conocida la aversión de Platón por las artes visuales, y quizá sea importante traer sus palabras a colación para el tema que nos ocupa:

“El arte mimético está sin duda lejos de la verdad, según parece; y por eso produce todas las cosas pero toca apenas un poco de cada una, y este poco es una imagen. Por ejemplo, el pintor retratará a un zapatero, a un carpintero y a todos los demás artesanos, aunque no tenga ninguna experiencia en estas artes. No obstante, si es un buen pintor, al retratar a un carpintero y mostrar su cuadro de lejos, engañará a niños y hombres insensatos, haciéndoles creer que es un carpintero de verdad” (1).

El motivo por el que extraigo esta cita es porque Blake es, de algún modo, un platónico, al menos en cuanto a la importancia de la idea en todas sus pinturas. Creo que es imposible entender a Blake sin hacer mención a su pintura y a la imperiosa necesidad con la que esta aparece entre sus versos. Es igualmente imposible decir qué fue primero en él, si la palabra o la imagen. Tan sólo unos pocos de sus poemas no contaron con esas famosas ilustraciones que los inundan. En la biografía que le dedicó Chesterton se hace mención al que fue su mayor influencia artística, el escultor John Flaxman, cuyos grabados para la Odisea parecen originales de la época del esplendor helénico. Nada hay más característico de estos que la ausencia de perspectiva y el culto a la línea fija (no perdamos de vista la mención que hacía Platón a la perspectiva como engaño). Su sentido se nos hará más nítido si acudimos a las ilustraciones que realizó Blake para el Libro de Job, del cual surge la fatídica corriente de la teodicea que recorre nuestro tiempo.

Estas ilustraciones se incluyen en esta obra imprescindible de Kathleen Raine, quizá la mayor especialista en la obra de William Blake que ha habido hasta la fecha. El ensayo en el que se incluyen consiste en una reflexión acerca del papel del sufrimiento en el gran poeta. Aunque no desmerece elogios por su interés, creo que discrepo de algunos puntos que la llevan a un callejón sin salida. La historia del Libro de Job ya no es tan conocida como antaño, por lo que no creo que sea redundante hacer un breve resumen. El relato comienza con una especie de apuesta en la que Satán insta a Dios a que le autorice a provocar grandes sufrimientos al mejor de sus siervos, bajo el pretexto de mostrarle como hasta el más fiel puede apartarse de la senda del Señor en cuanto cambie su suerte en el mundo. Tras agotar sus cosechas, acabar con la vida de sus hijos y esparcir la enfermedad por la región, Job increpa a Dios por llevarle un sufrimiento que no merece, dado su profundo amor y fe en el creador (estas súplicas de Job son tan profundamente amargas y están tan bellamente escritas que me resisto a citarlas en una reseña tan simple como esta). Tres amigos de Job se dirigen a él y le dan la explicación que tanto ha marcado el destino de este texto: su dolor sólo puede provenir de una antigua falta, aunque sea desconocida. El sentido de la justicia divina es la compensación; intercambia males por bienes y bienes por infortunios. Finalmente, Job acabará redimido y doblemente recompensado por su fidelidad.

"Odiseo sirviendo a Polifemo"
John Flaxman
El lector moderno que conoce el Antiguo Testamento suele situarse inmediatamente del lado de los hombres, que a primera vista se asemejan a figuritas de un juego para la diversión del Creador. William Blake, a quien nadie pondría en duda su hondo humanitarismo, se pone del lado de Dios, y ve en Job a un ser que hace mucho que ha abandonado la auténtica dicha de los mortales abrazando el mundo material y la tentación de Satán, la Individualidad. Los terribles sufrimientos de Job provienen de esta mentalidad. Su mundo estaba arrasado aún antes de que Dios lo pusiera de manifiesto, pues sin vida espiritual no hay ser que despliegue ni un atisbo de luz. Con la llegada de los tres amigos judíos de Job, la desgracia llega a su punto álgido: la razón le pide cuentas a la vida. Kathleen Raine objeta que quizá Blake es demasiado simplista al situar la felicidad en el alma del hombre, pero aquí la simpleza me parece que pertenece a la objeción. Sería absurdo considerar que Blake defiende una especie de ascetismo basado en el conocido mens sana in corpore sano. El poeta sabe muy bien de la contingencia del sufrimiento físico y es por ello que entiende que sólo la visión de “la Divina Humanidad” permite la paz en el mundo. Contra ella se alzan las Tablas de la Ley y la moral de los hombres: “en cada hombre nace un espectro o Satán, y necesita una nueva individualidad continuamente”. El tema de toda la poesía de Blake es la destrucción del mundo por obra del Yo humano que a cada instante se busca a sí mismo. En sentido estricto, sólo mira en perspectiva. Su ojo, ya poseído por su razón, vuelve ridícula toda belleza y todo lo discute, y aquello que toca con las manos se disuelve en un puñado de arena, pues no sabe de la Imaginación que crea y alumbra a todos los seres.

"Tres amigos dan a Job una explicación de
sus desgracias"
William Blake
Me cuesta mucho afirmar que en Blake haya propiamente una ontología, y es por eso que soy aún más reticente a su clasificación como “poeta simbolista”. Ningún simbolista podría haber llegado a tener esa sorprendente cercanía que se refleja en sus poemas. El misticismo encuentra su fuerza en la suplantación del mundo real por un mundo de imágenes arquetípicas de las que el hombre puede servirse para guiarse en su trato con las cosas. Su restricción reside precisamente en eso. Al elaborar tan intrincado dispensario de símbolos incrustado a su vez en una teología muy desarrollada, su acceso queda limitado a una minoría. Entiendo que actualmente Blake aparezca como un místico, ya que hace mucho que hemos perdido la conciencia de la tradición que daba vida a sus palabras, pero en su época las cosas se presentaron de muy distinta manera. Blake, junto con John Bunyan, que escribió el ese gran relato alegórico titulado El progreso del peregrino, fueron influencias incuestionables de las revueltas populares de finales del dieciocho así como del pensamiento que conformaría las primeras asociaciones de trabajadores (2). Como es natural, estos hombres acudían a su tradición cada vez que querían defender una posición política. La Biblia no era simplemente una herramienta de combate, que es como ahora entendemos el mundo de la cultura, sino que era el Libro de los libros, que iluminaba el futuro del hombre desde un pasado remoto. Así, cuando sus semejantes leían la historia del gigante Albión, sabían que se refería a la tierra que ellos habitaban; antaño alto y deslumbrante, y finalmente desmembrado como la Inglaterra decimonónica. La exaltación de la Imaginación es la vuelta al mundo de las apariencias, pues el pensamiento opera con imágenes. Sólo un racionalista diría que hay en ello un misticismo, pues es el primer interesado en dejar clara su distancia con todo aquello que no se pliega a la matemática.

A la luz de sus poemas, estoy seguro de que Blake conoció la obra de John Donne, otro poeta inglés que escribió esto dos siglos atrás:

“Y una nueva filosofía pone todo en duda, el elemento fuego está bien extinguido; perdidos están sol y tierra; ningún ingenio humano puede dirigir al hombre hacia dónde encontrarlos. Todo está hecho pedazos, toda coherencia perdida, toda justa distribución, o relación debida” (3)


Notas:

(1) Platón, La República, Libro X, 598 b-c [utilizo la traducción de la editorial Gredos]

(2) Para profundizar en este tema puede verse el primer volumen de la obra La formación histórica de la clase obrera en Inglaterra, del historiador inglés Edward P. Thompson, que ha sido reeditada hace escasos meses por la editorial Capitán Swing.

(3) El poema se titula “Una Anatomía del mundo: Primer Aniversario”.

jueves, 26 de diciembre de 2013

Cincuenta sombras de Blake (1)

Autor. G. K. Chesterton 
Título. William Blake 
Editorial. Espuela de Plata 
Año. 2010 (1ª ed. 1910, en inglés) 
Nº de páginas. 246
Traductora. Victoria León
Casi ha pasado un siglo desde que las obras de Chesterton comenzaran a ser editadas en nuestro país. Actualmente contamos con la práctica totalidad de sus escritos traducidos a nuestro idioma. Sus novelas y ensayos son objeto de una enorme atención por parte de todo tipo de lectores. Aún así, no hemos de titubear a la hora de señalar lo evidente: Chesterton era un escritor conservador. Pero lo era en un momento en que este adjetivo todavía tenía algún sentido. No creo que se sorprendiese al comprobar cómo los que hoy se autodenominan conservadores predican la desacralización de todas las fiestas. Pero como ya hizo en vida, volvería a poner el grito en el cielo para que llegara hasta la Santa Sede, tan disponible a la hora de meterse en polémicas partidistas como diletante cuando debe defender su propia tradición. ¿Hará falta recordar que la escolástica medieval concibió el trabajo como una actividad que, abandonada a sí misma, sólo produce el embotamiento del espíritu? Los mejores escritores católicos del siglo veinte saben de la cuerda que ata al cristianismo con la revolución, que no puede ser otra que las costumbres humanas, capaces de preservar la justicia aun cuando las leyes están corrompidas. En la Grecia clásica no había mayor institución política que la tragedia. Su declive coincide con la decadencia de Atenas, del mismo modo que, como bien lo entiende Chesterton, la desaparición de la taberna es el fin de la tradición política inglesa.

Pero de entre todos los géneros literarios que cultivó Chesterton, hay uno que quizá no haya sido tan reconocido. Me refiero a la biografía intelectual. Como sucede con sus novelas, estas biografías pueden ser leídas de forma paralela a sus ensayos. Sin duda la más conocida es la dedicada a Dickens, que ha llegado a convertirse en una obra de referencia en los estudios sobre el autor. También escribió las biografías de Geoffrey Chaucer, de Bernard Shaw (ambas publicadas en esta misma editorial), al que conoció personalmente, o de William Blake, uno de los poetas ingleses (¿o habría que decir irlandés?) más grandes de todos los tiempos, y quizá el más original de cuantos ha habido. A pesar de su enorme conocimiento del neoplatonismo y de místicos como Jacob Böhme o Swedenborg (1), Blake encontró el sustento de su poesía en las tradiciones populares, y por ello, fue un lector versado en el texto bíblico. Chesterton acierta al señalar como principal característica del misticismo la obsesión por los principios, o como se dice en lenguaje moderno, por los arquetipos. Aún así, a menudo confundimos el misticismo con aquello que es más propio de la poesía y, por ende, del lenguaje humano, esto es, el uso de metáforas, lo cual puede llevar a error en un caso como este. Lo habitual para nosotros es que veamos en el poeta a un embajador del mundo divino, pero mucho más difícil es que sea su estandarte y que vaya por el mundo con la imagen de los dioses inscrita entre sus versos. Para eso haría falta que este hubiera contemplado a los espíritus del otro mundo o que hubiera entablado conversaciones con el profeta Ezequiel o el mismísimo demonio: esto fue precisamente lo que hizo William Blake.

La interrogación sobre si era un loco parte de este hecho, a lo que se une la oscuridad de sus versos en los Libros Proféticos. Aunque Chesterton le dedica un original comentario, no creo que en un momento como el presente, donde ser un chiflado es un inestimable mérito para ser escuchado, merezca que le prestemos mayor atención. La cuestión es que Blake plasmó en sus versos e imágenes estrictamente lo que veía, y nosotros hemos de interpretar su obra teniéndolo presente. Aún así, esta interpretación la dejaremos para más adelante, pues de esta biografía puede decirse que hay más Chesterton que Blake, más del sujeto que lo escribe que del objeto sobre el cual investiga. Es en este escrito donde he encontrado la única presentación sistemática del pensamiento de Chesterton, resumida en la idea de que “cada uno de los hombres de nuestro tiempo es a la vez tres hombres”.

La historia no pasa en balde, y los éxitos y fracasos de las grandes revoluciones que tienen lugar en el mundo moderno pueden entenderse a la luz de esta clasificación. El hombre que determina el motivo del alzamiento es heredero de Roma; en su indignación por la forma política y la corrupción de las costumbres se asemeja a Cicerón. Las dos palabras que mejor reflejan su ideario político son la igualdad y la justicia, “su virtud más querida era el espíritu cívico; su más querida falta, el asesinato político”. La revolución, tal y como lo muestra la llamada Revolución Gloriosa en la Inglaterra del siglo XVII, no puede entenderse sin su momento más importante, la Restauración, que devuelve al pueblo la gloria de su origen. Tras la decadencia de Roma, su ideal sólo pudo sostenerse con el Cristianismo, que hizo nacer un nuevo sentimiento que es el núcleo sobre el que gira la Revolución Francesa: la compasión. Y es que el espectáculo de la pobreza fue también motivo de numerosos conflictos religiosos en la era moderna, como nos recuerdan los casos de Tomás Moro en Inglaterra y de Thomas Müntzer en Alemania, ambos decapitados. El humanitarismo sencillamente no habría existido sin la filosofía cristiana, que arrancó la dignidad del cuerpo político y la depositó sobre la persona. Esta idea de la  sacralidad de la vida es tan importante para William Blake, que no dudó en extenderla a las demás criaturas que pueblan el mundo: “aquel que atormente al duende del escarabajo / construye su morada en la noche sin fin”. Pero estos dos hombres ocultan a un tercero que vive en la sombra, y al que Chesterton denomina como “el hombre de los bosques”, cuya aparición se remonta a los orígenes de la humanidad y que surgía con toda su fuerza en las fiestas a Dionisos. Su tradición pagana se mantuvo a raya hasta la era decimonónica, momento en que la religión comienza su gran declive y los dogmas cristianos se dilatan. El materialismo es su más digno descendiente. La negación de la libertad humana y el culto a la muerte determinarán nuestro presente científico. Con él, y sólo con él, amanece la era de Urizen (2).



Notas:

(1) El teólogo sueco Emanuel Swedenborg no es muy conocido en nuestro país. Puede que al lector le suene una obra de juventud de Kant titulada Los sueños de un visionario, seguido de Sueños de la metafísica. Pues bien, el origen de este pequeño texto es precisamente una polémica con Swedenborg.

(2) La referencia al racionalismo es explícita: la pronunciación de Urizen en inglés remite, por homofonía, a “your-reason”

jueves, 12 de diciembre de 2013

Marx, el moderno Prometeo

Autor. David Leopold
Título. El joven Karl Marx
Editorial. Akal
Año. 2012
Nº de páginas. 336
Traductor. Jaime Blasco Castiñeyra
Los primeros textos de todo gran escritor son siempre un lugar de disputa. La posición que se tome respecto a su importancia determina el carácter del especialista. A diferencia de las grandes obras, que suelen ser publicadas en vida del autor, los textos de juventud a veces tardan más de un siglo en llegar al público. Ahí están los casos de Proust o de James Joyce; tras su muerte aparecieron dos novelas que, mirando en perspectiva, anticipaban sus dos grandes obras. Del primero, Jean Santeuil, y Stephen, el héroe, del segundo. Por supuesto, la aparición de estas obras no resta importancia alguna a sus más que dignas sucesoras (tan dignas que superan con creces la importancia de los experimentos anteriores). Es posible que sea debido a que son novelistas y no filósofos, y por tanto la polémica queda enmarcada en la crítica literaria. En cualquier caso, para el tema que nos ocupa, sucedió justamente lo contrario. Bastó que los escritos del joven Marx llegaran a una Europa sumida en su segunda guerra de devastación, para que un sector de la izquierda encontrara la posibilidad de conciliar el hecho de ser marxista con la oposición al régimen político de la Unión Soviética. Frente a esa nueva deidad que no dejaba de exigir sacrificios por la futura sociedad comunista, algunos hombres volvieron su mirada al Marx que fue traicionado: el filósofo de la praxis, el gran crítico de la alienación. Pues era precisamente la acción la que había sido sepultada bajo la enorme maraña de las fórmulas económicas y del culto a la personalidad. Es probablemente la única categoría estrictamente política del pensamiento de Marx. Cuando salta la chispa y los hombres salen a las calles en desbandada, la historia se queda a las puertas, y la tan manida conciencia de la clase se convierte en un asunto del pasado; los proletarios se sitúan a ambos lados de la barricada. En este sentido, es sencillo ver el hilo que va de los escritos de juventud a los escritos históricos como el 18 Brumario de Luis Bonaparte. Aunque este parece sumergirse antes de llegar a El Capital, en el cual la historia, la filosofía y las artes son reducidas a categorías económicas. En cierto modo con razón, ya que para nuestra mentalidad éstas no pueden ser sino fósiles. Recuerdos de una muy otra humanidad.

Nada de esta polémica se encuentra en el presente texto de David Leopold, que se limita a presentar las claves de algunos de los primeros escritos de Karl Marx. Su intención es lograr que estos textos hablen por sí mismos. Es una cuestión aparte si son o no relevantes a la hora de captar en un solo vistazo la obra completa de Marx. El núcleo del texto centra su atención en tres autores: Hegel, Bruno Bauer (representante de la izquierda hegeliana), y Ludwig Feuerbach. Los tres forman el mantillo que les sirvió de nutriente. Entre estos escritos están varios artículos de crítica social, algunos proyectos inacabados de crítica de la filosofía hegeliana y los conocidos manuscritos de París de 1844; textos magníficos, con frases absolutamente desconcertantes donde Marx se muestra más directo que en cualquiera de sus obras más conocidas. Por eso se han llegado a considerar un tanto oscuros. La obra de Leopold, escrita en un estilo llano y a la vez profusamente documentada, es fundamental para aquel que quiera adentrarse en ellos por primera vez.

"Marx como Prometeo"
Rheinische Zeitung, 1843
Pero aún sin haberse leído, llamará la atención de cualquiera la imagen del Marx prometéico que le sirve de portada. Esta se encuentra en la Gaceta Renana de 1843, y fue publicado con motivo de la censura impuesta por el monarca Federico Guillermo IV. En ella se muestra a un joven Marx atado a una imprenta por una cadena que desciende del trono de Prusia, mientras el águila coronada, que porta en sus garras el orbe del Sacro Imperio romano-germánico, desgarra la piel hasta llegar al corazón. Obviando el hecho de que la imprenta se encuentra completamente inutilizada, la pintura se muestra enormemente profética. Unas bellas ninfas a los pies del Marx-Prometeo suplican clemencia al ave rapaz, pero el objeto del ruego se muestra ambiguo. En la representación clásica, la intención de unas suplicantes se dirigiría sin duda a la liberación de aquel Titán amigo de los hombres, pero en este caso no sabemos si se dirige a la imprenta o al autor de los escritos, ¿acaso vale más la libertad de prensa que una vida humana? De cualquier forma, la sentencia jamás fue conmutada. Marx se exilió a Francia y, como es sabido, siguió escribiendo a un ritmo cada vez más desenfrenado. Quizá fuera entonces que el cuadro se hizo real. Marx sufrió la condena de no poder dejar de escribir hasta haber dado con el oscuro secreto de la sociedad capitalista, que de paso acabó por conquistar su propia escritura. Terminó revelando más verdad en sus omisiones que en las miles de páginas que pueblan su obra.